México; Saltillo | Carmela Dumange - Jaime A. Marroquín | Desinformémonos .—Rosa López Díaz es mujer, pobre e indígena tzotzil; sin saberlo, nació con la marca de eso que se conoce como “la triple marginación”. Cuando el simple accidente de nacer se hace en condiciones de ciudadana de segunda clase, no es difícil que el simple hecho de vivir se convierta en un delito.
Rosa fue detenida el 10 de mayo de 2007 junto con su esposo Alfredo en el “pueblo mágico” de San Cristóbal de las Casas, ciudad mundialmente conocida por sus atractivos turísticos; entre ellos se encuentra una vasta cultura indígena, la cual es convertida en mercancía, exhibida y puesta a la venta en tiendas y museos. Ello genera grandes ganancias económicas de las cuales nada, o muy poco, llega a las comunidades y pueblos originarios. Como podrán observar, ya empezamos con grandes contradicciones e hipocresías.
En el momento de la detención, los agentes jamás se identificaron; la detención se realizó sin orden de aprehensión y con lujo de violencia, tanto Rosa como su esposo fueron golpeados. En reiteradas ocasiones les solicitaron a los agentes que se identificaran, que les comunicaran el motivo de la detención y que les fuese mostrada la orden de aprehensión. La respuesta ante esa demanda fue que Alfredo acabara con una pistola apuntando a su cabeza. Rosa fue trasladada en una camioneta, esposada de pies y manos y con los ojos vendados; en algún momento del recorrido bajaron a Alfredo del carro -en lo que él piensa que es una montaña, ya que le era imposible ver-, a ella la dejan en la camioneta. Empezaron a golpearlos a los dos, mientras les preguntaban una y otra vez: “¿Dónde tienen secuestrada a la muchacha?”.
Los golpes eran constantes; ella les decía una y otra vez que no sabía de que le estaban hablando, hasta que en un momento le dijeron: “No te hagas pendeja, sabes muy bien de qué te estamos hablando, ¿dónde tienes a Claudia Estefanía?”. Sorprendida ante esta respuesta Rosa, les contestó: “Pues en su casa, ¿no?” Parece que ésta no era la respuesta que ellos querían escuchar, porque a partir de este momento, la violencia aumentó.
Los subieron de nuevo a la camioneta y se sucedieron varios traslados. A pesar de estar todo el tiempo con los ojos vendados, lograron identificar la bodega donde guardaban la ropa y los complementos que vendían en diferentes comunidades como forma de ganarse la vida; su domicilio particular y un tercer sitio que únicamente aciertan a decir que es grande, muy grande. Ahí empezó de nuevo el interrogatorio; preguntaban insistentemente por el paradero de Claudia Estefanía y ella les decía que no sabía dónde estaba, que seguramente estaría en su casa. La torturaron poniéndole una bolsa de plástico en la cabeza mientras le colocaban un trapo mojado en la boca con la intención de provocarle asfixia; sólo le quitaban la bolsa para repetirle la pregunta. Después, la pararon y empezaron a darle puñetazos en el vientre; ella les dijo que no le pegaran ahí porque estaba embarazada de 4 meses; uno de ellos le dice que lo mejor que le puede pasar es que aborte a ese “bastardo” porque “seguro va a ser igual que tú, un delincuente”. El objetivo era claro y los golpes y torturas buscaban una cosa: “hasta que digas lo que nosotros queremos que digas, no te vamos a dejar de golpear”. Le volvieron a colocar la bolsa en la cabeza; varios de ellos la golpeaban con patadas y un palo de madera mientras se encontraba tumbada en el piso.
La trasladaron a un cuarto de la casa donde había más personas; la desnudaron completamente de la cintura para arriba y empezaron a tocarla por todo el cuerpo amenazándola con que la iban a violar. Rosa lloraba y pedía que no le hicieran nada, que estaba embarazada, que no sabía nada de lo que le estaban diciendo y que no les podía mentir: “¿Cómo voy a decir algo que yo no he hecho?”. La tiraron al piso y mientras entraban y salían diferentes personas del cuarto, uno de ellos se colocó encima de Rosa. Es en ese momento que no aguantó más y les dijo: “No, por favor, no me violen. Sí voy a decir lo que ustedes quieran”.
Ese fue su interrogatorio y así le fue tomada su declaración, sin ningún tipo de garantía para su seguridad física, psicológica o jurídica, sin presencia de un juez o de un abogado, sin defensa y sin ningún tipo de legalidad. Desde su detención, Rosa ya era culpable: lo único que hacía falta era tortura física y sexual aplicada en la medida “justa y necesaria” hasta que la respuesta fuese la que querían escuchar. Le dijeron lo que tenía que declarar: que fue planeado con su esposo y que pedían un rescate de 800 mil pesos. Grabaron su declaración autoinculpatoria, le hicieron firmar varias hojas en blanco y le dijeron que con eso ya podría quedar en libertad.
La llevaron a otro cuarto donde se encontró con Alfredo; la primera reacción fue de sorpresa y de alegría, ya que llegó a pensar que lo habían matado. De ahí los trasladaron al Ministerio Público a lo que Rosa define como “una celda fría y sucia”, donde permanecieron 72 horas. En esa celda es dónde Rosa y Alfredo se encontraron y pudieron hablar por primera vez desde el momento de la detención, y donde ella pudo empezar a entender lo que estaba pasando.
No se trata de juzgar las costumbres de los pueblos, no se trata de decir si es correcto o no, pero cierto es que muchas veces las parejas deciden escaparse juntos en lo que se conoce como “robarse a la novia”; las circunstancias económicas, la negación de los padres a la relación, o simplemente la impaciencia de la pareja por estar juntos, hace que decidan emprender la aventura de “escapar” juntos. Es una práctica común y habitual entre los pueblos, en la que el castigo al “raptor” es casarse con la “raptada”, con lo que el objetivo estaría cumplido y en el contexto comunitario la pareja será socialmente aceptada a partir de ese momento.
Y eso era exactamente lo que estaba pasando. Juan, el primo de Alfredo, le pidió ayuda a éste para ir a buscar a su novia, Claudia Estefanía, a lo que Alfredo accedió. Rosa no era conocedora de esta relación, como ella misma dice: “cosas de hombres”. Además, esta situación tenía todavía un asunto que era más de fondo, en propias palabras de Rosa: “El tío de mi ex marido se había molestado porque yo me había vuelto a juntar, con Alfredo, y luego el primo de mi marido se roba a su hija; entonces ya fue que nos demanda por secuestro.”
Antes de su relación con Alfredo, Rosa tuvo otra relación en la que fue víctima de violencia machista, sufrió golpes, maltrato y abandono hasta que ella decidió poner fin a la relación. Pasado un tiempo, decidió rehacer su vida con Alfredo e intentar ser feliz, algo que su ex marido y su familia no le perdonan. Ese es su primer “delito”: no conformarse con el maltrato, no agachar la cabeza ante los golpes y el abandono y sentirse merecedora de un poco de felicidad y estabilidad. El segundo delito es que el primo de Alfredo y la hija del tío de su ex marido decidieran hacerse novios, algo que los novios sabían que jamás sería aceptado por él.
En ese momento, Rosa tuvo consciencia de qué era lo que estaba pasando y de la magnitud de su situación. Cuando la sacaron de la celda para ratificar su declaración, ella dijo que no acepta los hechos; le manifestaron que ya lo había declarado y que sólo le quedaba aceptar lo que ya había dicho. Convencida de que era la única manera de salir de aquella situación, puesto que le dijeron que una vez hubiera declarado sería puesta en libertad, procedió a ratificar la confesión. Rosa nunca tuvo acceso a un traductor que conociera la lengua y las costumbres tzotziles; su abogado de oficio sólo hizo acto de presencia un momento durante la declaración; le leyeron unos documentos que no entendió; en ningún momento recibió atención médica tras la tortura física y psicológica, aunque había manifestado que estaba embarazada y que le habían golpeado en el vientre, ni se le efectuó ninguna prueba que pudiera constatar si le habían producido daños al feto.
Después de ratificar su denuncia, Rosa fue trasladada al Centro de Readaptación Social (Cereso) número 5 de San Cristóbal de las Casas, acusada de secuestro, y donde después de 14 meses sería sentenciada a 27 años, 6 meses y 17 días de prisión.
A los cinco meses de ingresar en prisión nació Natanael, primer hijo de Rosa y de Alfredo, con parálisis cerebral, con toda seguridad a causa de la tortura. Al momento del nacimiento nadie detectó su enfermedad; la primera noche que pasó en prisión junto a su madre después del parto, sufrió la primera insuficiencia respiratoria que casi le produce la asfixia. Fue trasladado al hospital donde le dijeron que no tenía nada, que como nació pequeño no aguantaba el frío de la celda donde estaban y le aconsejaron que sería mejor si algún familiar se pudiera hacer cargo de él. En ese momento, la trabajadora social del Cereso le dijo que no podía ser, que tenía que regresar y hacer el papeleo correspondiente. A los varios días el niño fue visitado de nuevo por el médico de la prisión, que ratificó el diagnóstico y le aconsejó ponerlo al sol cuando fuera posible.
A los cuatro meses, lo volvió a revisar el doctor y le encontraron “una bolita” en la columna. Esta “bolita” significaba que la columna vertebral de Natanael se fracturó a causa de la tortura estando todavía en el vientre materno y esto le había producido la parálisis cerebral. Ante esta situación, Rosa y Alfredo decidieron pedirle a la mamá de ella que se hiciera cargo del bebé, pensando que estando fuera contaría con mejores oportunidades de ser atendido y de que se pudiese curar. Hicieron todo lo que estuvo en sus manos para que pudiera recibir una atención médica, que pudiera ser revisado y diagnosticado, pero eso nunca fue posible, jamás lo consiguieron. El 26 de octubre de 2011, Natanael falleció, a los cuatro años, en los brazos de su abuela, después de vagar de hospital en hospital toda la noche por falta de atención médica. Dice Rosa que su hijo “murió muerto en vida a los cuatro años y quince días. Está descansado pero eso no deja de doler, porque como quiera, aunque mi hijo esté enfermo, yo lo quería mucho y no quería que se muriera. Tenía yo las ganas que si un día Dios me regalaba la libertad, poder cuidarlo yo misma. Pero ya no se pudo.” A Rosa le informaron de la muerte de su hijo días después del fallecimiento. No pudo despedirse de su hijo, ni participar en los rituales de despedida fundamentales para poder realizar el duelo: ya había sido enterrado. La dirección del Cereso le negó el permiso necesario para salir a ver la tumba de su hijo, llevarle una cruz y unas flores; al día de hoy, Rosa todavía no ha podido ir a llorar a su hijo al lugar dónde está enterrado. El motivo de la negación de las autoridades penitenciarias fue la peligrosidad de Rosa y el riesgo de fuga.
Rosa es peligrosa porque sigue en pie, porque a pesar de todos los momentos duros que la vida le ha deparado, ella sigue decidida a luchar, a no rendirse, a no agachar la cabeza. Es adherente a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona y está organizada junto a los Solidarios de la Voz del Amate. En el momento de la muerte de su hijo llevaba 35 días de ayuno exigiendo su libertad y la de sus compañeros. Esta lucha continúa en la actualidad y es acompañada en ella por su esposo Alfredo (sentenciado a 29 años por secuestro), el primo de su esposo Juan Collazo (sentenciado a 37 años por secuestro y violación) y su hijo Leonardo de tres años, quien nació al mes de ser notificada de su sentencia, condenado a vivir en prisión por el delito de poder estar cerca de sus padres.
En días recientes, Rosa fue operada de una hernia inguinal, después de varias denuncias por la falta de atención médica dentro del penal. Durante su convalecencia en el hospital no le permitieron recibir visitas. Ya se encuentra nuevamente en el Cereso 5 acompañada por Alfredo, el pequeño Leo, sus amigos y compañeros.
Ella no se ha conformado con ese papel de “ciudadana de segunda clase” que la sociedad tenía reservado para ella. Le han robado la libertad pero no la voz y la dignidad con la que denuncia las violaciones a los derechos humanos que sufren las presas día con día. Rosa es un ejemplo de fortaleza; saber de su historia, escuchar su testimonio, a cualquiera nos haría pensar en tirar la toalla, pero ella no lo ha hecho en ningún momento. Su ilusión, su esperanza en la vida, la fuerza de su mirada cuando te ve aparecer los domingos en las visitas y te sonríe, dicen mucho más que todas las palabras que se puedan escribir de y sobre ella.
Rosa López Díaz es mujer, pobre e indígena tzotzil; sin saberlo, nació con la marca de eso que se conoce como “la triple dignidad”.
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